domingo, 1 de marzo de 2015

Crisis de los cincuenta

Aunque a mi todavía me queda para la crisis de los cincuenta, tengo compañeras, amigas y alguna que otra familiar que ya ha llegado a esa edad y a la fatídica y temida menopausia. Y esa, queridos míos, sí que es una crisis femenina de las gordas. 
El cuerpo de las mujeres es un traidor de tomo y lomo. Se pasa toda la vida dándonos sustos: primero nos salen las tetas, luego sangramos todos los meses, luego en el embarazo criamos un alien dentro, la lactancia, las estrías... nuestro cuerpo se pasa toda nuestra vida pegándonos el cambiazo. Pero a partir de los treinta y tantos y hacia los cuarenta, cuando ya dejamos de tener niños, entramos en una calma chicha y ya las cosas van rodadas. Además, nuestros santos envejecen más deprisa que nosotras. Nos confiamos. Pero una mañana te levantas y ya no es tu cuerpo, es el de otra. Tienes la piel más seca, se te empieza a caer más el pelo, tienes sofocos (mi madre nos tenía con el balcón abierto en Madrid en pleno enero), engordas sí o sí, te cambia el cuerpo, el pelo, la piel, la cara... todo lo que tu santo había envejecido en diez años vas tú y lo envejeces en uno. Ole. 
Y resulta que si tu santo no se había separado de ti cuando le dio a él la crisis de los cuarenta, empiezas a darle el coñazo: que si mira qué tetas, que se me han caído, que si mira qué celulitis, que si mira qué bolsas en los ojos... y tu santo coge los ahorros que teníais para compraros un coche nuevo (porque el viejo se va a autodestruír él solito como los inventos de Mortadelo y Filemón cualquier día) y te dice que hagas lo que quieras pero que no le des más la paliza.
Así que coges la pasta, te vas a una clínica que te recomendó una amiga que dice que la dejaron fenomenal y que no duele nada, y que ya verás qué contenta, y te haces el pack completo. Te rellenas las tetas, te hacen una lipo y te estiran la cara hasta dejarte el ombligo en la frente que pareces una intocable de la India en versión gore. Vuelves a casa untada en betadine dejando las sábanas amarillas un mes, con moratones como si te hubieran dado la del pulpo- que te la han dado, no te engañes- y te pasas quince días andando como Chiquito de la Calzada mientras tu santo te ayuda a levantarte, a acostarte y a todo lo que hagas entre esos dos momentos porque no te puedes ni menear. Cuando por fin puedes mirarte en un espejo sin que parezcas un extra de la peli de la momia- o de The Walking Dead...- convocas a las amigas para que vengan a ver el milagro y lo bien que te han dejado en la clínica. 
A mi amiga Mamen la fuimos a ver a las tres semanas de la operación- antes no nos dejó ni acercarnos- y cuando abrió la puerta pensé que me había equivocado de piso porque no la conocí. La habían estirado tanto que las comisuras de los labios le llegaban casi a las orejas y llevaba los brazos recogidos contra el cuerpo como un velocirraptor porque todavía le dolían al moverse después de cortarle el músculo para ponerle los implantes. Nos enseñó sí o sí las costuras y las cicatrices, y todas las que ya habían pasado por quirófano antes que ella le jaleaban lo bien que la habían dejado y  lo estupendamente que estaba cicatrizando, mientras las no operadas nos mirábamos espantadas pensando que parecía la novia cadáver.

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